Hace más de treinta años, el mundo del boxeo quedó en shock por este titular: “Douglas noquea al campeón”. Mike Tyson, el invicto campeón de peso pesado, acababa de ser derrotado por un boxeador poco conocido llamado Buster Douglas. Fue una de las sorpresas más grandes en la historia del deporte.
Antes de la pelea, las probabilidades estaban tan en contra de Douglas que apenas una casa de apuestas permitía apostar por él. El monto más alto apostado a su favor fue de $1,500 dólares… y esa persona se fue a casa con $56,000 esa noche.
Ahora bien, no estoy promoviendo el boxeo ni las apuestas. Pero sí fue interesante ver al campeón, tan confiado y arrogante, caer por primera vez. Hay algo conmovedor cuando el que parecía más débil deja a todos sorprendidos y termina en la cima.
En la Biblia hay una historia similar que muchos conocen: la de David, ese joven pastor que se enfrentó a un gigante llamado Goliat. No es necesario contar de nuevo cada detalle: ya se conoce bien la escena en la que el joven se enfrenta al guerrero más temido del ejército enemigo.
Externamente, Goliat era el equivalente a un campeón invencible. Según el texto bíblico, medía cerca de tres metros de altura. No sabemos cuánto pesaba, pero sí que su armadura superaba los 45 kilos.
Este hombre—casi 60 cm más alto que Shaquille O’Neal, cubierto de pies a cabeza con metal—se paraba todos los días frente al ejército de Israel para desafiar a cualquiera a un combate personal.
No es de sorprender que, ante tal figura, ningún israelita se atreviera a dar un paso al frente.
Durante 40 días, Goliat se burló y desafió al pueblo de Dios… hasta que David apareció en escena. Al escuchar los gritos del gigante, su reacción fue completamente diferente.
Antes de analizar esa reacción, conviene detenerse a pensar en esto: ¿cómo se define hoy el éxito? ¿Será que gana el más fuerte, el más rico, el que ostenta más títulos? ¿O gana realmente aquel que se deja guiar por el Espíritu Santo y vive para honrar a Cristo?
Ningún casino del mundo habría establecido una línea de apuestas entre David y Goliat. Desde afuera, Goliat era el claro favorito. Pero, amados, nadie puede ver el corazón. Y es allí donde se libra la verdadera batalla… y donde la victoria es segura cuando el Espíritu de Dios habita en la vida.
El mundo vive por miedo; el creyente vive por fe.
Mientras cada soldado israelita se encogía de temor, David decidió actuar con fe. Goliat gritaba a diario: “Yo desafío hoy al ejército de Israel” (1 Samuel 17:10). Y David respondió con otra perspectiva: “¿Quién es este filisteo incircunciso, para que desafíe a los escuadrones del Dios viviente?” (1 Samuel 17:26).
He aquí la gran diferencia: los soldados enfocaban su vista en el tamaño del enemigo; David, en la grandeza de su Dios. Mientras unos veían un obstáculo, David veía una oportunidad para glorificar al Señor.
Quizá hoy el Señor esté llamando a dar un paso que parece imposible. Algo que requiere fe por encima del miedo. Que la confianza inquebrantable de David en su Dios sea un aliento para avanzar.
Dios nunca presenta un desafío sin haber preparado primero el camino para superarlo.
Cuando el rey Saúl se entera de la valentía de David, lo manda a llamar. Pero le dice que es demasiado joven para enfrentar al gigante.
David le cuenta entonces su experiencia como pastor: había enfrentado y vencido a leones y osos que atacaban sus ovejas. Su famosa honda—la que aparece en muchas representaciones artísticas—era una herramienta común para los pastores en aquella época.
Los pastores solían sentarse en las colinas, vigilando al rebaño. Si veían un animal salvaje acercarse entre las sombras, usaban la honda para lanzar piedras que ahuyentaban o herían al depredador. No sería extraño que David hubiera pasado cientos de horas perfeccionando su puntería mientras cuidaba las ovejas de su padre.
Para los soldados israelitas, Goliat era demasiado grande como para vencerlo. Para David, era demasiado grande como para fallar.
El rey Saúl le ofrece su propia armadura a David, pero él la rechaza. En su lugar, confía en lo que ya Dios le había dado: su honda y su cayado. No necesitaba nada más. Dios ya lo había equipado.
¿Será que hay talentos o dones que necesita desempolvar? Tal vez Dios ya te proveyó lo necesario… solo espera disposición. Como decía J. Vernon McGee: “Si Dios le llamó a usar una honda, no trate de usar una espada”. Es un buen consejo: utilice lo que Dios le ha dado—lo que lo hace único—para servirle.
Celebre las victorias que Dios le concede.
Después de derrotar a Goliat—primero con una piedra que lo derribó, luego con la espada del enemigo—David guardó la armadura del gigante en su tienda (1 Samuel 17:54). Ese “trofeo” sería un recordatorio permanente de la victoria que Dios le concedió. Más adelante también conservaría la espada de Goliat como otra evidencia de la fidelidad divina.
Me imagino a David, ya mayor, sentado junto al fuego, mirando esa enorme espada colgada sobre su chimenea…
Todos los creyentes pueden tener una especie de “vitrina de trofeos”: quizás un diario, una carta, una fotografía… algún recuerdo tangible de momentos donde Dios obró de forma clara. Charles Spurgeon decía: “Algunos santos tienen mala memoria”. Por eso, conviene mantener vivo el recuerdo de la fidelidad de Dios.
Porque incluso después de muchas victorias, siempre habrá momentos en que uno se sienta solo, rechazado o abandonado. En esos días oscuros, esos recordatorios de la bondad de Dios serán luz en medio del valle.