Introducción
Pat Riley, entrenador de baloncesto y miembro del Salón de la Fama, popularizó una expresión muy interesante: la enfermedad del “más”.
Él explicó que la mayoría de los equipos campeones —ya sea en fútbol americano, béisbol, baloncesto o hockey— rara vez salen campeones de manera consecutiva. Y la razón principal es que el equipo termina derrotado desde adentro, no desde afuera.
Según el entrenador, eso sucede porque los jugadores empiezan a querer más. Al principio, ese “más” era simplemente ganar el campeonato. Pero una vez que lo consiguen, ya no es suficiente. El “más” se transforma en otras cosas: más dinero, más comerciales en televisión, más patrocinios, más elogios, más tiempo de juego, más atención de los medios.
Y como resultado, lo que antes era un grupo unido de personas trabajadoras comienza a resquebrajarse cuando los egos entran en escena. Los jugadores se sienten con derecho a todo; el ambiente del equipo se vuelve tóxico, y hasta los equipos más talentosos terminan fracasando.[i]
Si pudiera unirse al grupo de los doce discípulos en Lucas capítulo 9, notaría que acababan de terminar lo que podríamos llamar una “temporada soñada” llena de grandes victorias.
Para este punto, su currículum de logros ya se veía bastante impresionante:
- Tres de ellos habían presenciado la transfiguración de Cristo en todo su esplendor.
- Su Maestro había realizado milagro tras milagro.
- Las multitudes que los seguían crecían sin parar, y todos querían conocerlos y estar cerca de ellos.
- El Señor les había dado poder para realizar sus propios milagros y llevar a muchos al arrepentimiento a través de su predicación.
- Y la promesa del Señor de que serían honrados en el reino venidero ya era bien conocida.
Estos hombres se habían convertido en verdaderas celebridades. Eran los escogidos, los cercanos, los exclusivos del Señor… los doce originales.
Y toda esa atención se les estaba subiendo a la cabeza. En su opinión, merecían estar en el equipo campeón del Señor, año tras año.
Pero el orgullo empezaba a asomar, como esas malas hierbas que permanecen ocultas durante el invierno y aparecen en primavera.
Y tenemos muchas razones para estar agradecidos de que el Señor haya decidido revelarnos ahora el pecado y el fracaso tan evidente de estos discípulos. El Espíritu de Dios no intenta maquillar su historial, ni siquiera de los apóstoles cercanos del Señor.
A ninguno se lo pinta con una aureola brillante sobre la cabeza. Y eso me llena de esperanza, porque significa que hay esperanza también para nosotros. Lo que ellos están a punto de decir… puede sonar muy parecido a lo que tu y yo podríamos decir. Y su fracaso se parece bastante al nuestro.
Como verás, lo que Lucas está por mostrarnos es cómo se ve la vida cuando todo gira en torno al yo… cuando el ego ocupa el centro de nuestra vida.
No debería sorprendernos que el “yo” se escucha claramente en la palabra orgullo.
Nos encontramos estudiando Lucas capítulo 9, donde el doctor Lucas une dos eventos que, aunque son diferentes, revelan el mismo pecado del orgullo.
Primer evento: Disputas en el corazón del equipo
Veamos el primer evento en el versículo 46:
Se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor. (Lucas 9:46)
La palabra “discusión” aquí también podría traducirse como “debate” o “razonamiento conjunto”.
El debate de los discípulos: ¿Quién es el mayor?
Los discípulos estaban debatiendo abiertamente entre ellos quién merecía recibir más atención. Estaban exponiendo sus argumentos —sus razones— para explicar por qué creían que merecían que los trataran como verdaderas estrellas. Y la conversación se estaba poniendo intensa.
De hecho, el término que se usa aquí sugiere una charla bastante tensa. Y sin duda tenían razones para argumentar su propia grandeza:
Andrés podría haber dicho que él había llevado a más personas a Jesús que los demás.
Jacobo y Juan podrían haber alegado que eran primos de Jesús —sus madres eran hermanas— y que lo conocían desde antes que nadie.
Judas podría haber señalado que él era el encargado del dinero, lo cual claramente lo perfilaba para un puesto alto en la administración.
Pedro, por su parte, podría haber dicho que él había caminado sobre el agua; claro, no duró mucho tiempo antes de hundirse, ¡pero al menos fue el único que se atrevió a salir del bote!
Y así sucesivamente.
El Evangelio de Mateo nos dice que eventualmente llevaron esta discusión a Jesús y le pidieron que la resolviera (Mateo 18:1).
Después de todo, estaban preparándose para el reino venidero, y estaban bastante seguros de que ya era hora de que Jesús les dijera quién estaría en la alineación titular.
Pero en realidad, es algo más que eso. La Biblia dice:
Se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor. Lucas 9:46
¿Lo notó? No querían saber quién llegaría a ser grande… querían saber quién era el más grande.
No les bastaba con formar parte de los doce; no les bastaba con ser grandes; querían más… querían ser los más grandes.
Y cuanto más uno piensa en su pregunta, más fea se vuelve. No estaban debatiendo si alguno de ellos podría llegar a ser grande… ya habían llegado a la conclusión de que todos lo eran.
“Todos vamos a ser grandes en el reino venidero, la única pregunta es: ¿quién de nosotros será el más grande de todos?”[ii]
¿Quién será el número uno? ¿Quién podrá decir con orgullo: “Soy el primero”?
No importa en qué idioma hable o en qué parte del mundo viva, siempre existe esa tentación de decir: “Yo soy el número uno.”
Y los discípulos vinieron a Jesús porque querían que Él permitiera que uno de ellos dijera eso en voz alta en el reino.
“Señor, según tu opinión experta: ¿cómo nos clasificarías del menor al mayor?”[iii]
El teólogo Bruce Barton hizo una observación interesante: los discípulos estaban ignorando por completo la advertencia de Jesús sobre su muerte… o tal vez sí le creyeron, y eso los llevó a preguntarse quién quedaría a cargo cuando Él muriera.[iv]
¿Quién tomará el mando? Todos somos importantes, sí… pero el liderazgo debería quedar en manos del más grande. ¿Quién será?
Recientemente leí el caso de un psicólogo en Michigan que trabajaba con pacientes internados que sufrían de delirios de grandeza.
Con el tiempo, publicó un libro sobre sus experiencias. Tenía tres pacientes que estaban convencidos de ser el Mesías… cada uno de ellos creía sinceramente que lo era. Y no había manera de hacerlos entrar en razón o ayudarles a aceptar su verdadera identidad.
Entonces al psicólogo se le ocurrió una idea: reunir a los tres en una especie de “terapia grupal mesiánica”. Su esperanza era que, al enfrentarse entre ellos, comenzaran a cuestionar sus creencias. Pero no salió como esperaba.
Reunió al grupo, los sentó, y le preguntó a uno de ellos: “¿Por qué no nos dices quién eres?” El hombre respondió con total convicción: “Soy el Mesías, el Hijo de Dios. Y he sido enviado para salvar al mundo.” Los otros dos lo miraron en silencio.
Entonces el doctor le preguntó: “¿Y cómo sabes eso?” A lo que el hombre respondió: “Dios me lo dijo.”
Uno de los otros pacientes levantó la voz y dijo: “¡Yo nunca te dije tal cosa!”[v]
Ahora bien, los discípulos no creían que eran igual a Jesús… pero sí parecían estar preguntándose quién sería el siguiente en orden de importancia.
De cualquier manera, lo cierto es que estaban profundamente contaminados por el orgullo: convencidos de su propia importancia y empeñados en hacerse notar.
Plantear esta pregunta abiertamente —y además hacérsela directamente a Jesús— no significa que hayan perdido la cabeza… pero sí que estaban fuera de lugar.
Querido oyente, así es como lucen, suenan y actúan los seguidores de Jesús cuando su vida gira en torno al “yo”… cuando todo se trata de si mismo.
Y encuentro algo increíblemente alentador en esta escena: Jesús no los reprende con dureza, ni los descarta, ni decide empezar de nuevo con otro grupo.
Eso me anima, porque nos muestra que el Señor está dispuesto a trabajar con personas defectuosas, pecadoras y orgullosas… y seguir enseñándoles, formándolas y moldeándolas.[vi]
Está dispuesto a seguir obrando con personas que cometen los mismos errores que nosotros; personas absortas en su propia imagen, personas tan frágiles y torpes como estos doce “superestrellas”.
Míralos en este momento: estan enfrascados en discusiones, compitiendo entre ellos, actuando de forma egoísta, ambiciosa y autosuficiente. Y aun así, el Señor no los descarta.
Sí, los va a reprender y a corregir con el tiempo… pero no los va a abandonar.
Y está a punto de enseñarles que, si uno verdaderamente quiere ser grande, debe hacerse pequeño. Es cuando uno reconoce que no es nada, que el Señor puede convertirlo en algo… algo que sirva para su gloria, y no para la nuestra.
Teniendo eso en mente, observe que Jesús ni siquiera responde su pregunta. Es como si no los hubiera escuchado pedirle que los clasificara del 1 al 12. En lugar de eso, simplemente toma el recurso visual más cercano y lo coloca en medio del grupo.
La respuesta de Jesús: redefinir la grandeza
Ahora preste atención al versículo 47:
Pero Jesús, conociendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso a su lado, y les dijo: “El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande.” (Lucas 9:47-48)
Jesús no los reprende por querer ser grandes. Lo que hace es redefinir lo que realmente significa ser grande.
“Déjenme mostrarles cómo luce un gran discípulo.” Dice Jesús. Y entonces toma a un niño pequeño —la palabra griega es paidion, y se refiere a un niño pequeño, como de edad preescolar.
“El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe.”
Ahora bien, Jesús no está diciendo que, si es amable con los niños, va a ir al cielo.[vii]
Tampoco está diciendo: “Si quieren ser grandes en el reino venidero, actúen como este niño.”
Jesús no les está pidiendo en este pasaje que imiten al niño.[viii]
Lo que está diciendo es esto: “La forma en que traten a este niño revelará si han entendido lo que significa ser verdaderamente grande.”
Para entender esto, tenemos que volver al contexto del primer siglo. En aquella época, los niños eran prácticamente ignorados por la cultura.
El Talmud —el documento central del judaísmo rabínico, recopilado años antes del nacimiento de Cristo— servía como guía de vida. Allí se registraba que pasar tiempo con los niños no aportaba nada valioso a la vida de una persona; de hecho, se consideraba una pérdida de tiempo.[ix]
Más adelante, en el capítulo 18 de Lucas, Jesús pondrá esa mentalidad de cabeza cuando les diga a los discípulos: dejad a los niños venir a mi y no se lo impidais. Mientras que los discípulos intentaban alejar a los niños que querían acercarse a Jesús.
Y es que, para ellos, la grandeza se medía por la compañía que uno tenía. Las personas importantes se relacionaban con otras personas importantes. Los que tenían prestigio recibían en sus casas a otros igualmente influyentes.[x]
Pedro, Jacobo y Juan seguramente pensaban que estaban en primer lugar, porque habían estado cerca de Jesús… e incluso, en el monte de la Transfiguración, habían compartido momentos con Moisés y Elías.[xi]
¿Qué más necesitaban para ser considerados grandes, si ya se habían relacionado con semejante grandeza?
Pero Jesús, en esencia, les dice: “No… si reciben a un niño —alguien pequeño, débil, dependiente, sin estatus, sin poder, sin logros, sin nada que aportar aparentemente…”[xii]
“Si reciben a un niño así, están en buen camino de demostrar la clase de actitud que refleja mi corazón y el de mi Padre.”
La palabra traducida “recibir” apunta a la hospitalidad típica del Cercano Oriente. No se trata solo de abrirle la puerta a alguien, sino de velar por sus necesidades, tratarlo con amabilidad, buscar su bienestar, hacerle sentir parte de la vida de uno.
Eso es lo que, naturalmente, uno hace con las personas importantes o influyentes. Queremos conversar con ellas, almorzar con ellas, tenerlas en nuestra lista de contactos… porque creemos que aportan a nuestra vida, que nos elevan. Pero con un niño, eso no sucede.
Los rabinos del tiempo de Jesús enseñaban que quienes pasaban tiempo en lugares donde se reunía la gente común —o hablaban con niños— arruinaban sus vidas.[xiii]
¿Por qué? Porque un niño de jardín de infantes no tenía ningún prestigio. No podía honrar a nadie ni ayudarlo a avanzar en su carrera. Solo era una distracción, un estorbo.[xiv]
Pero Jesús dice: “Si recibes a un niño en mi nombre —es decir, si lo sirves por mi causa, para mi gloria, aunque no pueda darte ningún reconocimiento terrenal— entonces has comenzado a entender lo que significa la verdadera grandeza.”
El camino hacia arriba… es hacia abajo. Hacia lo más bajo. Como quien se arrodilla para hablar, jugar o servir a un niño.
Y no se trata solo de dar buen ejemplo ante una cultura que persigue otra definición de grandeza. También es una invitación directa a los padres: a demostrar esa humildad en lo cotidiano.
La tentación por la grandeza comienza desde temprano, en silencio, por ejemplo, durante el chequeo de los seis meses, cuando el pediatra le dice si su bebé está por debajo o por encima del promedio en peso o estatura.
Y desde ahí, la presión no hace más que aumentar: presión para que nuestros hijos estén al nivel, o mejor aún, por encima de los demás.
Aplicación práctica: ¿Cómo educamos a nuestros hijos?
En su libro titulado La carrera americana por hacer que sus hijos sean campeones, el autor Tom Farrey documenta cómo en Estados Unidos muchos padres presionan a sus hijos desde muy pequeños para que lleguen a ser grandes.
Cuenta, por ejemplo:
- Niños de once años firmando contratos profesionales para jugar deportes.
- Niños de ocho años jugando 75 partidos de béisbol al año.
- Niños de cinco jugando fútbol todo el año.
- Niños de seis con entrenadores personales y niños de nueve con técnicos profesionales.
- Gimnastas de cuatro años compitiendo para las olimpiadas juveniles.
- Niños de tres años en su tercer año de clases de natación.
- Y niños de dos con palos de golf hechos a la medida.
El autor incluso relata que, mientras estudiaba este tema, tomó una muestra de ADN de su hijo de un año —una muestra tomada de su saliva— y la llevó hasta Australia, donde una empresa le ofrecía analizar su genética para determinar en qué deportes tendría más potencial.
Quizá usted piensa: “Eso ya es demasiado.”
Pero déjeme preguntarle: ¿Se preocupa internamente cuando su hijo de cuarto grado no está leyendo al nivel del hijo del vecino? ¿Habla con el entrenador si cree que su hijo no está jugando lo suficiente? ¿Lo presiona para que entre en un equipo mejor, y se enoja si no lo logra? ¿Se queja si no le dan un papel principal en la presentación de la escuela o si no entra en la selección del club?
¿Ha llamado alguna vez al director porque su hijo no le pusieron el profesor que usted quería? ¿O al maestro porque su hijo no sacó una nota más alta?
¿Tiene conversaciones con su hijo en las que, aunque no lo diga abiertamente, termina comunicándole que es mejor que los demás?
Esa clase de presión moldea a nuestros hijos según la definición de grandeza del mundo: qué tan inteligentes son, qué tan atléticos, qué tan populares, qué tan talentosos, qué tan por delante están de los demás niños. “Miren a mi hijo: él sí que es el más grande.”
Pero Jesús está redefiniendo la grandeza. No se trata de estar por delante de los demás, sino de ponerse en último lugar. Ser el más pequeño. El que no busca sobresalir.
Mostrémosles lo que realmente significa ser grande. La verdadera grandeza no siempre se ve en los escenarios ni en los reconocimientos. Muchas veces se ve en personas comunes y corrientes, que viven su vida para honrar el nombre del Señor. Para su gloria, su fama y su honra.
Segundo evento: el celo por mantenerse la exclusividad
Ahora, con eso en mente, Lucas nos lleva al segundo evento, donde una vez más se manifiesta el orgullo de los discípulos.
Leamos en el versículo 49:
Juan respondió: “Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no anda con nosotros.” Pero Jesús le dijo: “No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está a favor de ustedes.” (Lucas 9:49-50)
Si lo recuerda, hace poco, nueve de los discípulos habían fracasado al intentar expulsar a un demonio. Jesús tuvo que encargarse de eso personalmente.
Y ahora, de pronto, aparece alguien expulsando demonios con éxito, y ¿cuál fue la reacción de los discípulos? Trataron de detenerlo. ¿Por qué? Porque no era parte de su grupo.
El evangelio de Marcos aclara que este hombre sí era un creyente. Estaba haciendo la obra del Señor, en el nombre del Señor, y con el poder delegado del Señor. Estaba liberando a personas oprimidas… y lo estaba haciendo bien.[xv]
Pero no había sido aprobado por el “club”. No tenía ningún permiso oficial otorgado por los doce discípulos.[xvi]
No formaba parte de su círculo cercano. No estaba usando su uniforme, por así decirlo. Y, para colmo, estaba teniendo más éxito que ellos.
Los discípulos estaban celosos. Así de simple.
Querían detener a este hombre porque los estaba dejando en evidencia. Lo veían como una competencia… alguien que los estaba opacando.
Claro, podían adornarlo con lenguaje espiritual: “No ha estado cerca del Señor como nosotros”, “No ha sido probado como nosotros”, “No fue elegido para estar en el círculo íntimo como nosotros…”, “Seguramente no puede ser usado como nosotros”.
Pero el Señor lo estaba usando, y la verdad es que no podían soportar verlo prosperar fuera de su grupo.
Warren Wiersbe comentó sobre este pasaje: “Los creyentes que piensan que su grupo es el único que Dios bendice y usa… se van a llevar una gran sorpresa cuando lleguen al cielo.”[xvii]
Este es el contexto. Los discípulos están obsesionados con ser los más grandes, y un hombre que ni siquiera forma parte de su círculo cercano está teniendo más éxito que ellos.
Y eso los incomoda.
El punto es claro: este hombre los estaba haciendo quedar mal. “Tenemos que detenerlo… porque va un paso adelante.”
¿Cómo reaccionas tu cuando quedas en segundo o tercer lugar… o en el último? ¿Qué pasa cuando no somos los mejores en lo que hacemos?
Esta semana, el Señor me puso a prueba con esta enseñanza. Estaba estudiando este mismo pasaje cuando recibí un correo de uno de nuestros pastores. Me contaba que habló con una persona que había visitado nuestra iglesia por primera vez el domingo anterior. Después de la reunión, alguien le preguntó qué le había parecido.
Él respondió: “La música estuvo muy buena.”
Luego le preguntaron: “¿Y qué tal el mensaje?”
Y su respuesta fue: “He escuchado mejores predicaciones.”
Conclusión
El Señor nos manda a tomar nuestra cruz cada día, y eso no significa otra cosa que morir al “yo” cada día, para vivir para Cristo.
Esa idea va totalmente en contra de la definición de grandeza que promueve el mundo. La verdadera grandeza se manifiesta en la humildad. En la gracia con que tratamos a los demás.
- ¿Cómo tratamos a las personas que no suman nada a nuestro prestigio?
- ¿Cómo reaccionamos cuando alguien va delante de nosotros en la fila?
- ¿Cómo respondemos ante los que no forman parte de nuestro círculo cercano?
- ¿Y cómo nos sentimos cuando parece que Dios favorece a otros más que a nosotros?
Es en esos momentos donde se revela lo que realmente hay en nuestro corazón. Y tal vez, hoy mismo, necesitamos tener uno de esos momentos donde debemos recodar que debemos tomar nuestra cruz… y seguir a Cristo.
Porque al final, la cruz es el lugar donde el “yo” debe morir. Donde volvemos a entregar ese ego que quiere ser visto, reconocido y celebrado. Donde dejamos el orgullo atrás.Le invito a que hoy sea el día en que, una vez más, ponga el “yo” a los pies de la cruz… para que Cristo brille.
[i] https://www.preachingtoday.com/illustrations/2019/July/pro-basketball-coach-exposesdisease-of-more.html
[ii] R.C.H. Lenski, The Interpretation of St. Luke’s Gospel (Wartburg Press, 1946), p. 544
[iii] Douglas Sean O’Donnell, Matthew (Crossway, 2013), p. 500
[iv] Bruce B. Barton, Life Application Bible Commentary: Luke (Tyndale, 1997), p. 256
[v] https://www.preachingtoday.com/illustrations/2007/may/2050707.html
[vi] Adapted from Powell, p. 235
[vii] R. Kent Hughes, Luke: Volume One (Crossway Book, 1998), p. 366
[viii] David E. Garland, Exegetical Commentary on the Greek New Testament: Luke (Zondervan, 2011), p. 404
[ix] Adapted from Hughes, p. 364
[x] Ibid, p. 365
[xi] Ibid
[xii] Adapted from Garland, p. 404
[xiii] Hughes, p. 365
[xiv] Adapted from William Barclay, The Gospel of Luke (Westminster Press, 1975), p. 127
[xv] Adapted from Charles R. Swindoll, Insights from Luke (Zondervan, 2012), p. 247
[xvi] Adapted from Powell, p. 236
[xvii] Adapted from Warren W. Wiersbe, Be Compassionate: Luke 1-13 (Victor Books, 1989), p. 107