Introducción
Es curioso descubrir cómo otras personas nos ven, y cómo esa percepción puede diferir de la que uno tiene de sí mismo. A veces los niños pequeños o los nietos dicen algo que pone en evidencia como realmente nos ven, y esas palabras pueden ser muy interesantes y hasta divertidas.
Recuerdo que hace muchos años, cuando nuestros hijos eran pequeños, estábamos jugando un juego en familia—no me acuerdo cual era exactamente— y cuando llegó mi turno, una de mis hijas quiso cambiar las reglas para que me resultara más fácil. Pensé: “¡Que tierna! ¡Que corazón mas compasivo!” Pero cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió: “Porque estás muy viejo.”
Tal vez te haya pasado lo mismo tambien. Generalmente los niños, con su sinceridad sin filtros, dicen lo que piensan y nos muestran otra perspectiva. Hablando de perspectivas, tal vez hayas escuchado hablar de Alfred Nobel. Un día, él se dio cuenta de que la manera en que lo veían los demás era todo lo opuesto de cómo él quería que lo recordaran.
Era el año 1888. Nobel, un químico sueco, había hecho una enorme fortuna gracias a sus descubrimientos con la nitroglicerina y a la invención y producción de la dinamita. Su invento había revolucionado la ingeniería y la construcción, pero también había abierto la puerta a la destrucción masiva. Ese año, su hermano Ludvig, que vivía en Francia, murió inesperadamente, y Alfred recibió el obituario. El problema es que los periódicos franceses habían confundido a los hermanos y pensaron que era Alfred quien habia muerto.
Él leyó el titular de un periódico francés que reportaba quivocadamente su propia muerte y decía: “El Mercader de la Muerte ha muerto”, y el obituario añadía: “será recordado por haber creado el potencial para la destrucción masiva”.
Alfred Nobel quedó impactado al ver con claridad la manera en que el mundo realmente lo veía. Aquello lo sacudió tanto que tomó una decisión: cambiar por completo el rumbo de su legado.
De inmediato destinó gran parte de su fortuna —nueve millones de dólares, que equivaldrían hoy a unos 280 millones— para crear premios internacionales que reconocieran a personas cuyo trabajo trajera un beneficio importante a la humanidad, especialmente en la promoción de la paz mundial.
Ocho años después, Alfred Nobel murió. Y su plan funcionó. Hoy, al escuchar su nombre, nadie piensa en dinamita o en destrucción, sino en el Premio Nobel de la Paz.[i]
En una de las parábolas del Señor Jesucristo, se nos presenta a un hombre que también recibió su “obituario” antes de morir, pero, en su caso, lo recibió directamente de parte de Dios. Y además, a diferencia de Alfred Nobel, este hombre no tendría ocho años para replantear su vida. No tendría siquiera ocho días. En realidad, no tendría ni el deseo ni el interés de cambiar nada de acerca de su perspectiva, de sus pasiones o de sus prioridades en la vida.
Y lo cierto es que, si le hubieras preguntado a las personas que lo conocían, nadie habría pensado que él necesitaba cambiar. Parecía ser un hombre íntegro, respetado, trabajador, exitoso y honesto. No había mancha en su reputación. Muchos lo admiraban y quizá hasta lo envidiaban.
Sin embargo, pocas horas antes de morir, Dios le habló directamente y lo llamó necio. Una crítica dura, ¿verdad? Nadie a su alrededor lo habría considerado un necio. Pero a los ojos de Dios, evidentemente, si lo era. Descubramos juntos entonces por qué Dios lo llamó necio y prestemos atención a la advertencia que hay para nosotros hoy.
La raíz del conflicto
Nos encontramos en el evangelio de Lucas, capítulo 12, donde el Señor Jesús está enseñando a una multitud, y en medio de su enseñanza es interrumpido, nada menos, que por un joven bastante enojado. Leemos en el versículo 13:
“Le dijo uno de la multitud: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. Mas él le dijo: Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (Lucas 12:13-14)
Era común en aquellos días consultar a los rabinos para que sirvieran de mediadores en disputas legales, especialmente cuando se trataba de la ley de Moisés. Y las leyes de herencia eran un asunto de gran importancia, porque afectaban prácticamente a todas las familias.[ii]
Sin embargo, Jesús deja claro que ese no era su propósito o misión. Él no vino para instalar un tribunal y resolver pleitos familiares sobre la herencia y administrar la distribución de los bienes.
Según la ley judía, el primogénito recibía el doble de la herencia en comparación con sus hermanos menores, porque sobre él recaía la responsabilidad de cuidar a su madre —si aún vivía— y de sostener a sus hermanas solteras. Esa era la razón por la cual el hijo mayor recibía más: no porque fuera más doblemente especial, sino porque tenía más el doble de responsabilidades.[iii]
También sabemos que, en los tiempos de Jesús, estos temas se resolvían en cuestión de unos meses, pero este problema, al parecer, seguía sin resolución. Todo indica a que el hermano mayor se negaba a dividir la propiedad, porque reduciría el valor del patrimonio familiar. [iv]
El hermano menor, por su parte, no estaba interesado en preservar el patrimonio: simplemente quería lo que consideraba justo para él.
Y la respuesta del Señor nos deja algo claro: los dos hermanos estaban enfrascados en esta pelea por la herencia. El hermano menor quería más de lo que tenía, y el hermano mayor no quería soltar lo que poseía. El ambiente se había vuelto tenso y la discusión se iba acalorando cada vez más. La situación se estaba poniendo fea.
Si miramos con atención el versículo 13, notamos que este hermano menor no le está pidiendo a Jesús consejo sobre qué hacer; más bien le está dando una orden.
Básicamente dijo: “¡Jesús! Dile a mi hermano que me dé mi parte. Oblígalo a dividir la herencia conmigo.”
Y Jesús se negó. En lugar de ponerse a resolver el caso de esta familia, el Señor dio una respuesta mucho más general, dirigida no solo al hermano menor, sino también a la multitud que lo rodeaba. Recordemos que, según el versículo 1, había miles de personas reunidas para escucharlo.
Seguramente todos estaban interesados en lo que Jesús tendría que decir sobre un asunto tan importante, que tarde o temprano también los afectaría. Pero en vez de entrar en los detalles de la ley de herencia, Jesús tocó un tema mucho más profundo. De hecho, fue directo al corazón.
La advertencia de Jesús
En el versículo 15, el Señor les dice:
“Mirad, y guardaos de toda avaricia” (Lucas 12:15a).
La expresión griega traducida “mirad” significa “observen con atención; estén atentos”. En otras palabras, Jesús estaba diciendo: “Miren a su alrededor y vean lo que les sucede a las personas que están consumidas por sus deseos.” Lo cual es una buena definición de avaricia: estar consumidos por los deseos.[v]
Mire a su alrededor, dice Jesús. Hay personas que van por un camino sin salida, uno que nunca llega a la satisfacción.
Escuche cómo lo dijo Salomón, con toda claridad:
“El que ama el dinero no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener no sacará fruto. También esto es vanidad.” (Eclesiastés 5:10)
No pase por alto esta verdad: el problema no es el dinero ni las riquezas. El problema es amar el dinero, perseguirlo y querer siempre más. Ese deseo lo lleva por un callejón sin salida.
Jesús nos invita a observar con cuidado. Usen sus “ojos espirituales” y fíjense en quienes han sido devorados por la riqueza. Muchos aprendieron la lección al final de su vida, cuando ya no podían cambiar nada. Personas que lo tuvieron “todo” y, aun así, no encontraron paz ni satisfacción. Por ejemplo:
- Vanderbilt dijo: “Manejar 200 millones de dólares es suficiente para matar a cualquiera.”
- John Astor, el primer multimillonario en la historia de los Estados Unidos escribió: “Soy el hombre más miserable de la tierra.”
- John D. Rockefeller confesó en sus últimos años: “He ganado muchos millones, pero no me han traído felicidad.”
- Henry Ford, fundador de la compañía multimillonaria de autos Ford admitió: “Era más feliz cuando era mecánico.”[vi]
Luego Jesús añade una segunda advertencia en el versículo 15 .
“Mirad y guardaos.” (Lucas 12:15)
La idea de “guardarse” es estar alerta, como quien pone a un guardia y nunca lo deja salir de turno. Esa debe ser nuestra actitud. Y ahora, Jesús entrega un principio que debe gobernar nuestra manera de pensar:
“La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.” (Lucas 12:15b)
En otras palabras, vivir de verdad —una vida que valga la pena— no depende de lo que tienes: tu dinero, casa, autos, vacaciones, etc. Eso va en contra de lo que enseña el mundo en cada generación y cultura. Va en contra de nuestros impulsos naturales. Es un deseo que vemos desde el Jardín del Edén, cuando Eva fue tentada a querer algo más. Satanás dijo: “No estés satisfecha con lo que eres y lo que tienes. Eva: ¿no quieres más?”
Esa misma tentación gobierna los sistemas del mundo de hoy, y sigue siendo igual de peligrosa. Los publicistas se han especializado en desarrollar antojos en los consumidores desde que son muy pequeños. Los estudiantes de primaria son blanco de campañas publicitarias que alcanzan los quince mil millones de dólares al año. Desde pequeños se les enseña que necesitan algo más, algo mejor, porque lo que ya tienen no es suficientemente nuevo, ni bueno, ni moderno, ni emocionante.[vii]
Las investigaciones muestran que, a los dos años de edad, muchos niños ya pueden reconocer logotipos de marcas y extender la mano hacia ellos desde el carrito de compras. Se calcula que los niños influencian compras por más de seiscientos mil millones de dólares cada año: desde los cereales que comen hasta la ropa que usan o incluso los automóviles que sus padres terminan comprando.[viii]
Pero de nuevo, el problema no son los cereales ni los automóviles. El verdadero problema no está en lo que poseemos, sino en lo que termina poseyéndonos a nosotros.
Jesús advierte: estén alertas, manténganse en guardia, vigilando. Porque nuestra naturaleza caída, egoísta y pecadora, junto con el mundo que nos rodea, no hará más que alentarnos a ser consumidos por los deseos.
La palabra que usa Jesús aquí en el versículo 15, traducida como avaricia, también puede traducirse como codicia. Significa el deseo insaciable de tener más.[ix]
Ese deseo puede cegarnos a lo que realmente importa en la vida. Piénselo: imagina que tienes una sola oportunidad en toda su vida de hablar directamente con Jesús. Me pregunto si este hermano menor lo pensó más tarde. Había miles de personas reunidas en esa ocasión, y él estaba lo suficientemente cerca del frente como para que Jesús hiciera una pausa después de hablar, y entonces aprovechó para interrumpir. ¿Y qué fue lo que dijo? En esencia: “Jesús, hay algo que quiero… y quiero que tú me lo consigas. Quiero esa porción de mi herencia.” ¡Que perspectiva tan limitada!
Tal como sucede con mucha gente hoy en día: usan a Jesús como una excusa para su propia codicia. La famosa “teología de la prosperidad” no es más que un nuevo nombre para lo mismo: avaricia y codicia disfrazadas de espiritualidad. Dios se convierte en el chofer del camión de entregas que existe solo para llenar nuestros pedidos.
Jesús, en cambio, fue directo al corazón del asunto y lo describe sin pelos en la lengua: esta es una sed insaciable de tener más. Es avaricia.
La parábola del hombre rico
Lo que el Señor hace a continuación es contar una historia, una parábola, que describe a un hombre en el que este hermano menor probablemente soñaba convertirse, junto con muchos de los que estaban escuchando. Jesús va a mostrarles qué tan peligroso y engañoso puede ser ese camino. Leemos en el versículo 16:
“Y les dijo una parábola: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos?” (Lucas 12:16-17)
Es importante entender que, en el mundo antiguo, tener grano almacenado era tan valioso como tener dinero en el banco. Era sinónimo de seguridad, riqueza y estabilidad.[x]
Además, note que Jesús no presenta a este hombre como un estafador o un corrupto. Al contrario, lo describe como alguien que había recibido una buena cosecha gracias al favor de Dios. Era una ganancia legítima. En esa cultura, se interpretaba que una cosecha abundante era señal de aprobación divina. De hecho, los fariseos enseñaban que “a quien Dios ama, lo hace rico.”[xi]
Jesús mismo implica en el relato que Dios había bendecido esa tierra: había enviado la cantidad justa de sol y de lluvia; no hubo plagas, ni enfermedades, ni langostas que arruinaran el cultivo. Todo había resultado perfecto.
En los ojos de la gente, aquel hombre era digno de respeto y admiración. Tenía éxito y prosperidad. Pero lo que ellos no sabían es que estaba en un peligro mayor del que podían imaginar.[xii]
Y es que, cuando Dios nos da un año abundante, cuando recibimos más de lo esperado, solemos pensar: “Qué bendición.” Y lo es. Pero no es solo una bendición: también es una prueba.[xiii]
Muchas veces, las pruebas más duras para nuestra fe no llegan en tiempos de escasez, sino en tiempos de prosperidad.
Quizá ya has vivido lo suficiente para darte cuenta de que las pruebas más grandes para tu vitalidad espiritual —tu confianza, tu dependencia y hasta tu comunión cercana con el Señor— no suelen llegar montadas en un caballito llamado Pobreza, sino viajando en un carruaje llamado Prosperidad.
Cuando tu copa está rebosando, y aun así te quejas de que el vaso es demasiado pequeño, eso es señal de que estás fallando la prueba de la prosperidad y callendo en la codicia.
Eso es exactamente lo que ocurre en esta parábola. El hombre rico, en el versículo 17, dice:
“Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate.” (Lucas 12:17-19)
Lo que realmente estaba diciendo era: “Ahora sí puedo vivir como quiero. De aquí en adelante todo se trata de mí, de mi comodidad, de mis planes y de mis placeres.”
“Relájate; come; bebe; disfruta; pásala bien.”
De nuevo, el problema no era la abundancia de su cosecha. El verdadero problema estaba en su espíritu.
Si te fijas en su conversación consigo mismo, no hay ninguna referencia a la mano de Dios, ni una oración de gratitud, ni se propone dar una ofrenda, ni una muestra intención de ayudar a los necesitados.
Si escuchas su monólogo, todo gira en torno a sí mismo. En apenas un par de versículos habla seis veces de lo que él hará y cinco veces de lo que es suyo: sus frutos, sus graneros, sus bienes. Todo estaba centrado en él.
Dios nunca entró en sus pensamientos. Por eso, en el versículo 20 leemos:
“Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:20)
Dios le estaba diciendo: “Acabo de escribir tu obituario. Todos piensan que eres sabio, bendecido y exitoso, pero la realidad es que eres un necio.”
En la Biblia, ser un necio no tiene nada que ver con la falta de inteligencia. Tiene que ver con su vida espiritual. Un necio no es alguien tonto o sin sentido común; un necio es alguien que rechaza el consejo de la Palabra de Dios. Ignora la autoridad de Dios. Vive como si no existiera.
El salmista lo expresó claramente: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” (Salmo 53:1).
No necesariamente lo dice en voz alta, pero en lo profundo de su corazón dice: No me importa lo que Dios dice. Dios no es autoridad en mi vida. Yo me mando solo. No hay Dios.
Jesús usa esa misma palabra aquí en el texto: necio. Eso era exactamente lo que pasaba con este hombre. Por fuera, era el modelo de éxito y prosperidad; por dentro, era un hombre que ignoraba por completo a Dios.
Y no pases por alto que este es precisamente el tipo de hombre en el que el hermano menor soñaba convertirse. Un hombre rico, con más de lo que podía manejar, aplaudido, respetado y admirado por toda la comunidad. Diligente, exitoso, “bendecido” a los ojos de todos.
Pero en el versículo 20 Dios lo confronta de manera directa. Mientras este hombre está acostado planeando todo lo que disfrutarás mañana, el Señor lo interrumpe y le dice: tu vida termina esta misma noche.”
El comentarista William Barclay escribió que la tragedia de este hombre fue que nunca miró más allá de sí mismo y nunca miró más allá de este mundo. Vivía con la vista corta, sin levantar los ojos a Dios ni a la eternidad.[xiv]
Y fíjate en la última frase de ese versículo:
“Y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:20)
En otras palabras, ¿quién se quedará con el dinero y las posesiones de este hombre rico? ¿Quién heredará todas sus cosas?
Con esa pregunta, Jesús regresa al asunto inicial: la disputa del hermano menor, molesto con su hermano mayor por la herencia.
Tal vez Jesús incluso miró directamente a ese joven mientras terminaba la parábola y preguntaba: “¿Dónde terminarán las riquezas de este hombre? Se pelearán por ellas… y al final, ninguno quedará satisfecho.”[xv]
Entonces Jesús amplía la aplicación a todos los presentes —y también a nosotros— en el versículo 21:
“Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.” (Lucas 12:21)
¿Qué significa ser rico para con Dios? Significa ser rico en aquellas cosas que solo Él puede darte. Son cosas que no tienen precio.
Paz, gozo, perdón, propósito, misericordias nuevas cada día, sabiduría y entendimiento de la Palabra de Dios, comunión con Cristo, la presencia del Espíritu Santo que nos sella, nos asegura y nos capacita con dones para servir a otros, y la promesa de un hogar eterno en el cielo. Esos son los verdaderos tesoros. Vivir con esas realidades en mente es lo que significa ser rico para con Dios.
En su pequeño pero profundo libro El Principio del Tesoro, Randy Alcorn escribe:
Cinco minutos después de morir, sabremos exactamente cómo hubiéramos querido haber vivido. Pero Dios nos ha dado su Palabra para que no tengamos que esperar a morir para darnos cuenta. Y nos ha dado su Espíritu para capacitarnos a vivir de esa manera ahora.
Hazte esta pregunta: cinco minutos después de morir, ¿qué desearías haber entregado mientras tuviste la oportunidad? Cuando encuentres la respuesta, hazlo. Dalo ahora.
¿Qué desearías haber hecho para agradar al Señor? Entonces hazlo lo más pronto posible, mientras tengas la ocasión.
Bien dicho.[xvi]
Querido oyente, no gastes tu vida como los personajes de este pasaje, consumidos por el deseo de tener más. No pongas tu corazón en las cosas de esta tierra. Tarde o temprano las vas a tener que soltar. Más bien, pon tu mirada en Cristo y busca las cosas de Dios, esas que nunca podremos perder. Y al hacerlo, descubrirás algo maravilloso: que en Él sí hay paz, gozo, perdón y propósito. Que en Él sí hay un tesoro que satisface de verdad. Así, cuando llegue ese momento inevitable en que partas de este mundo, no tendrás temor ni vacío, porque habrás vivido para lo eterno. Y entonces no escucharás la palabra “necio” como el hombre de la parábola, sino que escucharás las palabras más esperanzadoras y preciosas que puede recibir un hijo de Dios: “Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu Señor.”
[i] Adapted from Randy Alcorn, The Treasure Principle (Multnomah Publishers, 2001), p. 77
[ii] Zondervan Illustrated Bible Backgrounds Commentary: Volume 1 (Zondervan, 2002), p. 427
[iii] Ivor Powell, Luke’s Thrilling Gospel (Kregel Publications, 1965), p. 286
[iv] David E. Garland, Exegetical Commentary on the New Testament (Zondervan, 2011), p. 512
[v] Charles R. Swindoll, Insights on Luke (Zondervan, 2012), p. 327
[vi] Quoted by Alcorn, p. 50
[vii] Katy Kelly & Linda Kulman, “Kid Power”, citation:usnews.com (9-13-04)
[viii] “Kid Power”
[ix] Swindoll, p. 327
[x] Adapted from Swindoll, p.329
[xi] J. Dwight Pentecost, The Words and Works of Jesus Christ (Zondervan Publishing, 1981), p. 314
[xii] R. Kent Hughes, Luke: Volume II (Crossway Books, 1998), p. 48
[xiii] Adapted from Alcorn, p. 73
[xiv] William Barclay, The Gospel of Luke (Westminster Press, 1975), p. 164
[xv] Adapted from R.C.H. Lenski, The Interpretation of St. Luke’s Gospel (Augsburg Publishing House, 1946), p. 691
[xvi] Adapted from Alcorn, p. 79












