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Perdónanos nuestros pecados

No faltan consejos para “quitar” la culpa; Jesús dio una petición breve que ordena el corazón. En esta enseñanza distinguimos entre el perdón que nos salva y el perdón diario que restaura la comunión. Veremos por qué no se trata de acumular méritos, sino de confesar “diciendo lo mismo” que Dios dice, y qué hábitos pueden ayudarte a orar con honestidad. Sin anticipar todas las respuestas, presentaremos ejemplos y una guía práctica para usar esta petición en situaciones reales. Acompáñenos y considere el siguiente paso para volver a disfrutar la cercanía con el Padre. Hablaremos de obstáculos comunes y de cómo retomar el camino con sencillez.

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Introducción

En el buscador de internet, escribí las palabras: “cómo confesar el pecado” y obtuve seis mil millones de resultados. Millones de páginas para visitar. La mayoría de lo que vi en esos primeros minutos tenía que ver con penitencias, sacerdotes, religiones, autoayuda y rituales.

También encontré una gran cantidad de sistemas en línea para recibir confesiones de personas que se conectan de forma anónima. Ahora puedes confesar tus pecados por internet. Las palabras “anónimo” y “conveniente” están destacadas en la página de esos servicios. Hay portales donde, después de confesar tu pecado, puedes usar tu tarjeta de crédito para hacer una donación “caritativa”.

Parece que la pregunta de cómo confesar el pecado y deshacerse de la culpa es un dilema universal. Es evidente que el pecado y el sentimiento de culpa no son simples reliquias del pasado que deberíamos “superar”.

Jesús va a tratar este asunto con solo tres palabras. Tres palabras. Te invito a abrir tu Biblia en el evangelio de Lucas, capítulo 11. Llegamos ahora al versículo 4 donde continuamos estudiando la oración de los discípulos

Ahora, para comenzar, recordemos que el Señor acaba de enseñarles a sus discípulos a orar por el pan de cada día. Orar por el pan diario confronta nuestro sentido de arrogancia e independencia.

Orar por el pan diario nos lleva a la gratitud y a un sentido de asombro al reconocer que Dios ha creado los cielos y la tierra para producir incluso el pedazo de pan que necesitamos para sobrevivir. Y esa misma humildad es necesaria para la siguiente petición. El versículo 4 dice:

Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben (Lucas 11:4a).

En nuestro próximo estudio veremos la segunda parte de este versículo. Necesitamos todo un estudio porque suele malinterpretarse con frecuencia. Pero, por ahora, al menos quiero decir que Jesús no está enseñando que tenemos que ganarnos el perdón de Dios perdonando a otras personas. No, Él está enseñando que las personas perdonadas deben ser personas que perdonan. Hablaremos más de eso después.

Hoy nos concentraremos en tres palabras que pueden cambiar tu vida: Perdónanos nuestros pecados. Ahora, para entender bien estas palabras, debemos reconocer a quién Jesús está enseñando este modelo de oración. 

Si nos has acompañado durante esta serie, sabrás que Jesús está enseñando esta oración modelo a sus discípulos. Y la oración comienza con “Padre nuestro…”. El Señor no está enseñándoles esta oración a los incrédulos. En este contexto, no se trata de una oración para nacer de nuevo, sino de una oración para quienes ya pertenecen a la familia de Dios.

Aunque estas palabras podrían formar parte de la oración de un incrédulo al venir a Cristo, esta no es una oración para recibir la salvación espiritual, sino para mantener la comunión espiritual. No está dirigida a personas que desean convertirse en hijos de Dios, sino a aquellos que ya lo son; recordemos que están orando a su Padre que está en los cielos. Por eso, esta petición es para recibir limpieza diaria, perdón diario.

El perdón que nos salva

Como otros teólogos han señalado correctamente, en la Biblia, el perdón tiene varios aspectos. En primer lugar, está el perdón completo y definitivo, que es el que recibe un incrédulo cuando acepta a Jesucristo como su Salvador. En ese momento, Él perdona todos sus pecados de manera integral: pasados, presentes y futuros.[i]

La Biblia dice en Colosenses 2:13-14:

“Y a vosotros, estando muertos en pecados… os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz.”

Absolutamente todos. Hermano, hermana: cada uno de tus pecados, pasado, presente y aun los que están por venir, ya fueron clavados en la cruz. Él ya lo pagó. Esa lista de deudas, esa larga lista de pecados, fue cancelada por completo en la cruz de Cristo.

En el mundo romano, “el acta de los decretos” era como una lista legal de cargos en tu contra. Cuando un deudor pagaba, el documento recibía un sello: “cancelado”. Pablo usa esa imagen para mostrarnos que, en la cruz, Dios tomó nuestro expediente y lo “clavó” con Cristo. No quedó un saldo pendiente, no hay letra chica: la deuda fue pagada en su totalidad.

Esto es lo que conocemos como la obra expiatoria de Cristo, Él fue nuestro sustituto. En la cruz, Él cargó nuestros pecados y los de toda la humanidad a lo largo de la historia. Para el creyente, el perdón que recibimos por Su sacrificio es único y definitivo: toda nuestra deuda fue cancelada allí.

¿Cuántos pecados eran? Muchísimos más de los que podríamos llegar a reconocer o recordar para confesarlos uno por uno.

El teólogo J.I. Packer, en su comentario sobre este pasaje, señala que la Iglesia Anglicana divide acertadamente el pecado en dos categorías: pecados de comisión y pecados de omisión.

Los pecados de comisión son acciones o pensamientos deliberados que violan la Palabra y el carácter de Dios. Los pecados de omisión consisten en dejar de hacer lo que sabemos que deberíamos hacer.

Esto es exactamente lo que declara Santiago 4:17:

“Y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado.”

En otras palabras, pecar es tanto hacer lo que no deberíamos como no hacer lo que sí deberíamos.

Ahora, imagina que yo cometo diez pecados al día, entre omisiones y comisiones:

  • No actúo con amabilidad.
  • Respondo con egoísmo.
  • Excedo el límite de velocidad.
  • No doy una propina generosa.
  • Codicio lo que otro tiene.
  • No soy agradecido.
  • Pospongo lo que debería hacer.

Y todo eso podría ocurrir antes del almuerzo. Diez pecados al día serían 3,650 al año. En mi iglesia local somos unos 3,000 adultos. Si todos pecáramos como yo, eso sumaría 10.9 millones de pecados en un solo año. Y eso que no somos tan malos como otras iglesias… creo que acabo de sumar uno más a la lista.

Pero supongamos que dices: “Bueno, no somos tan pecadores”. Bien, entonces reduzcámoslo: ¿qué tal si fueran solo cinco pecados al día? O incluso menos… digamos tres pecados diarios. Eso sería impresionante, pero aun así sumaríamos 3.2 millones de pecados al año, ¡solo en nuestra congregación!

Y esos son únicamente los pecados que somos conscientes de estar cometiendo.

Eso es lo que David quiso decir cuando escribió en el Salmo 19:12: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos.” La respuesta es: nadie los conoce, excepto Dios.

Por eso, cuando venimos a Cristo para recibir su salvación, se nos concede un perdón definitivo y total, porque ni siquiera podríamos recordar o confesar todos nuestros pecados de forma individual.

Ese fue precisamente el dilema de Martín Lutero, el reformador. Cuando Lutero entró al monasterio, estaba decidido a pagar cualquier precio para alcanzar una posición correcta delante de Dios. De hecho, casi volvió locos a sus mentores con lo extensas que eran sus confesiones. Un día confesó por casi seis horas, hasta que su confesor se cansó de escucharlo, mientras Lutero intentaba vaciar su conciencia de toda culpa.

Finalmente, después de siete años, su confesor puso fin a esa situación y le ordenó dejar el monasterio para comenzar a enseñar en la Universidad de Wittenberg.[ii]

Lutero se mudó a un monasterio cercano a la universidad y empezó a impartir clases. Por la providencia de Dios, decidió enseñar los libros de Romanos y Gálatas. Y mientras predicaba en la catedral y enseñaba estos pasajes, la doctrina de la justificación por la fe lo impactó profundamente.

Se sintió sacudido por la verdad que leyó en la carta de Pablo a los Romanos, capítulo 1:

“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.” (Romanos 1:16-17)

Lutero más tarde escribiría: “Aunque era un monje intachable, me presentaba delante de Dios como un pecador, sin ninguna confianza de que mis méritos pudieran satisfacerlo.”[iii]

A través de su estudio de las Escrituras, Lutero llegó a comprender que una persona es justificada – hecha justa —lo que no significa perfecta, sino “en buena relación con Dios”— no por negarse a sí misma, ni por sacrificarse, ni por acumular méritos, sino solo por la fe en Cristo.[iv]

La iglesia no enseñaba esta verdad… pero la Biblia sí.

Este descubrimiento transformó por completo la vida de Martin Lutero. Su vida de oración también cambió. En una carta a su amigo Pedro el Barbero, le explicó que no es posible recordar cada pecado que uno comete, así que debe confiar en el perdón de Cristo.

Lutero fue liberado de su culpa al descansar en la obra de Cristo a su favor: una obra que, de una vez por todas, perdona sus pecados pasados, presentes y futuros.

Y tal vez estés pensando: “Bueno, si Dios ya me perdonó todos mis pecados —pasados, presentes y futuros—, ¿para qué tengo que dejar de pecar? De hecho, cuando el apóstol Pablo enseñó esta verdad teológica del perdón total y definitivo, los líderes judíos lo criticaron precisamente por eso. Básicamente le decían: “Pablo, les estás dando a las personas un pase libre para pecar. A lo que Pablo respondió en Romanos 6: 

“¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera!”.

El creyente no quiere abusar de la gracia de Dios; quiere aplicar la gracia de Dios a su corazón y a su vida. Hemos muerto al pecado. Entonces, ¿como seguiremos viviendo en el?

Continuando, si ya Dios nos perdonó completa, definitiva y totalmente de nuestros pecados cuando pusimos nuestra fe en Él y nos salvó, ¿por qué Jesús nos enseña a orar: “Perdónanos nuestros pecados”?

El perdón que nos restaura

Porque hay otro aspecto del perdón que impacta la vida del creyente: el perdón no es solo definitivo… también es diario.

Estas tres palabras no tienen que ver con nuestra salvación, sino con nuestra relación diaria con nuestro Padre celestial. Esta es una oración para creyentes.

Querido creyente, cuando pecas —y esta oración da por hecho que pecarás—, no necesitas “volver a ser salvo” desde cero. 

Como todos sabemos, el rey David pecó en gran manera. Pecados de adulterio, asesinato, encubrimiento y muchos más. Pecados que algunos hasta tildan de pecados mortales. David escribió que sufrió durante ese tiempo. No gozaba la comunion con Dios. En el salmo 32: Mientras callé [mi pecado], se envejecieron mis huesos… mi verdor se volvió en sequedades de verano. Pero luego dice: Mi pecado te declaré… y tú perdonaste la maldad de mi pecado (Salmo 32:3–5) 

Es más, en el Salmo 51, vemos que David no pide “una nueva salvación”, sino que dice “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio…Vuélveme el gozo de tu salvación… (Salmo 51:10,12). 

Es decir, estaba pidiendo que Dios limpie, renueve y devuelva el gozo que el pecado robó. Eso pedimos cuando oramos “Perdónanos nuestros pecados”. No cambiar nuestro estatus delante de Dios, sino que sana la relación que el pecado distanció. Entonces, no puedes perder tu condición de hijo, pero sí puedes perder tu comunión con el Padre. 

Piénsalo de esta manera: Tengo 41 años de casado. Supongamos que tengo un gesto poco amable con ella. — y, en 41 años, eso ha pasado un par de veces… ¡en un mismo día!—. Si le pido perdón y ella me perdona, no necesitamos casarnos otra vez. Eso es bueno, porque se pondría muy cara la relación. No hay que casarse otra vez porque nuestro estado civil no cambió. Lo que cambió fue el espíritu de nuestra relación.

O piensa que tienes un hijo que te desobedece una y otra y otra vez, hasta que finalmente dices: “¡Ya basta!”. Aun así, no deja de ser tu hijo —aunque, siendo honestos, a veces esa idea puede pasar por la mente—. No importa lo que haga, sigue siendo parte de la familia. Cuando un hijo pide perdón, no lo hace para volver a ser parte de la familia, sino para volver a disfrutar de la familia.

Estas tres palabras forman la oración de un hijo pródigo… o mejor dicho, de un discípulo pródigo. Y la verdad es que, de alguna forma u otra, todos somos pródigos a diario y, varias veces al día, volvemos a estas palabras tan maravillosas: Perdónanos nuestros pecados. 

Ahora bien, estas tres palabras se basan en dos condiciones. La primera es que estés dispuesto a reconocer que Dios tiene la razón. Hiciste algo que Él dice en Su Palabra que no debemos hacer, y Su Palabra siempre es verdadera. No importa cómo te sientas, no importa lo que pienses, no importa lo que diga todo el mundo: la confesión genuina comienza cuando en tu corazón reconoces que Dios está en lo correcto.

La segunda condición es que estés dispuesto a admitir que tú estabas equivocado. La oración dice: “Perdónanos nuestros pecados”, no “perdónanos nuestras razones”. Dios nunca ha perdonado una excusa. Él perdona el pecado. Tampoco perdona a personas “inocentes”; perdona a pecadores. ¿Eres un pecador? Entonces calificas para hacer esta oración. La Biblia dice en 1 Juan 1:9:

“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”

El apóstol Juan está escribiéndole a creyentes. Y la palabra que usa para “confesar” significa literalmente “decir lo mismo”. O sea, reconoces que lo que hiciste o pensaste es exactamente lo que Dios dice que es: pecado. Reconoces que Él tiene la razón y tú estabas equivocado.

Y dejas de poner palabras en la boca de Dios para justificar tu pecado. ¿Puede un creyente hacer eso? Evidentemente, el apóstol Juan pensaba que sí… y Jesús nos enseña sobre esto porque Él sabe que es así. Tratamos de conseguir que Dios “se ponga de nuestro lado” tanto para pecados pequeños como para ofensas grandes.

Y aprendemos a hacerlo desde muy pequeños. Leí hace poco la historia de una niña. Sus padres le regalaron un perro cuando cumplió cinco años. Era grande y con mucho pelo y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a decirles a sus vecinos y amigos que le habían regalado un león.

—“No se nota la diferencia” —insistía ella—. “Es mi león”.

Cuando su madre se enteró, la llamó y le dijo: “Te he dicho muchas veces que no debes mentir. Ahora quiero que subas a tu habitación y le digas a Dios que lo sientes”.

La niña subió despacio, con cara de disgusto. Un rato después, bajó saltando y sonriendo. Su mamá le preguntó: “¿Le dijiste a Dios que lo que dijiste estaba mal?”. Ella respondió: “Sí… y Dios me dijo que a veces Él tampoco nota la diferencia”.

No fue precisamente una confesión genuina.

Conclusión

Ahora, permíteme señalar tres oportunidades que nos ofrece esta oración:

  • Es una oportunidad diaria para recordarnos que nuestro pecado no nos trajo la satisfacción que creíamos.
  • Es una oportunidad diaria para regocijarnos en que Cristo pagó por completo nuestra deuda de pecado y nos ama a pesar de todo.
  • Es una oportunidad diaria para volver a Él y disfrutar de comunión, no porque lo merezcamos, sino porque somos bienvenidos en Su presencia.[v]

Escuché esta historia que ilustra muy bien lo que significa que otro pague nuestra deuda.

Hace muchos años, el zar Nicolás I de Rusia tenía un buen amigo cuyo hijo servía en el ejército. Por consideración a su amigo, el zar le dio un buen puesto: lo asignó a una fortaleza en la frontera y lo puso a cargo del dinero para pagar a todos los soldados.

Al principio, el joven cumplía bien con su trabajo. Pero pronto comenzó a apostar y, poco a poco, no solo perdió su propio sueldo, sino también parte del dinero del gobierno destinado a los pagos.

Un día recibió una carta avisándole que un funcionario del palacio vendría a revisar las cuentas. El joven sabía que estaba en serios problemas. La noche anterior a la inspección, el joven abrió el libro de contabilidad para revisar cuánto dinero había recibido del gobierno para el pago de la tropa. Sumó la cantidad. Luego fue hasta la caja fuerte, sacó el dinero que quedaba y lo contó con cuidado. La diferencia era enorme… demasiado grande para poder justificarla.

Con el corazón hundido, tomó una pluma y, en letras grandes, escribió al pie de la página: “Una gran deuda… ¿quién la podrá pagar?” Entonces, como no veía la manera de enfrentar a su padre ni la vergüenza que le esperaban al día siguiente, decidió quitarse la vida con su propia pistola cuando el reloj marcara la medianoche.

Aquella noche el aire estaba cálido, y mientras esperaba la hora, empezó a sentirse somnoliento. Poco a poco su cabeza fue bajando, hasta que terminó quedándose dormido allí mismo, sentado frente al escritorio. Tenía la cabeza apoyada junto al libro de contabilidad, la pistola todavía en la mano.

El zar Nicolás tenía la costumbre de vestirse con el uniforme de un soldado común y visitar a las tropas para ver cómo estaban. Esa noche, hizo precisamente eso. Caminando por las instalaciones, llegó hasta la oficina de pagos y encontró al joven —a quien reconoció de inmediato— dormido.

Se acercó y vio el dinero apilado sobre el escritorio, junto con el libro de cuentas abierto. Leyó la suma final, miró la pistola en la mano del joven y, enseguida, entendió lo que estaba pasando.

Su primer pensamiento fue: voy a despertarlo de inmediato, arrestarlo y llevarlo a la corte. Pero entonces notó algo más: en la parte inferior de la página, escrita en letras grandes, estaba la frase: “Una gran deuda… ¿quién la podrá pagar?”

En ese momento, al zar le invadió un sentimiento de misericordia y gracia. Tomó la pluma que se había caído de la mano del joven, se inclinó sobre el libro y escribió, justo debajo de esa frase, una sola palabra: “Nicolás”. Luego dejó la pluma en el escritorio y salió en silencio de la habitación.

Al amanecer, el joven despertó de golpe y, recordando lo que planeaba hacer, buscó la pistola. Pero algo llamó su atención: justo debajo de su nota desesperada, estaba escrita esa palabra: “Nicolás”.

Se levantó de un salto y corrió a buscar documentos para comparar la firma. No había duda: era la misma letra. Entonces pensó: “El zar estuvo aquí anoche… sabe toda mi culpa… y ha decidido pagar mi deuda”.

Justo en ese momento, un mensajero llegó desde el palacio con una bolsa que contenía la cantidad exacta de dinero necesaria para cubrir lo que faltaba.

¿Alguna vez has pensado que, cuando Jesús les enseñó a sus discípulos —y a nosotros— a orar estas tres palabras: Perdónanos nuestros pecados, Él sabía perfectamente que la base para poder decirlas sería Su propia muerte? Él conocía de antemano que implicaría Su sacrificio, Su sufrimiento y Su pago en nuestro lugar.

En el libro de nuestra vida, lleno de cuentas pendientes y pecados acumulados, debajo de esa frase desesperada: “Una deuda demasiado grande… ¿quién la podrá pagar?”, Jesús escribe Su nombre.

Entonces, ¿necesitas confesar tus pecados para ser perdonado y limpiado? Allá afuera hay miles de millones de páginas y sitios que te dirán qué hacer.Pero déjame decirte algo: en realidad, todo lo que necesitas son tres palabras… y una firma. Tres palabras: Perdónanos nuestros pecados. Y una firma: la de Jesucristo, escrita con Su propia sangre, declarando que Él pagó tu deuda.


[i] Adapted from Warren W. Wiersbe, On Earth as It Is in Heaven (Baker Books, 2010), p. 107

[ii] Michelle DeRusha, Katharina and Martin Luther: The Radical Marriage of a Runaway Nun and a Renegade Monk (Baker, 2017), p. 80

[iii] R.C. Sproul, Faith Alone, Baker Books, p. 56

[iv] DeRusha, p. 91

[v] Adapted from Wiersbe, On Earth as it is in Heaven, p. 110

Este contenido es una adaptación autorizada del ministerio Sabiduría Internacional, bajo la enseñanza original de Stephen Davey. Todos los derechos del contenido original están reservados a su autor.


Puede compartir o reproducir este material libremente solo con fines no comerciales, citando adecuadamente al autor y al ministerio. Queda prohibida su venta, modificación con fines lucrativos o redistribución sin permiso escrito.

Hemos procurado citar debidamente todos los recursos externos utilizados en cada lección. Las citas bíblicas provienen principalmente de la versión Reina-Valera 1960 y de la Nueva Biblia de las Américas (NBLA), aunque en algunos casos se emplean otras versiones de la Biblia para facilitar la comprensión del pasaje.
Reina-Valera 1960® © 1960 Sociedad Bíblica Trinitaria. Usada con permiso. Todos los derechos reservados.
La Nueva Biblia de las Américas (NBLA) © 2019 por The Lockman Foundation. Usada con permiso. Todos los derechos reservados.

Adaptado y publicado por el ministerio Sabiduría Internacional.

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